Domingo

Despierto un domingo escuchando 4 Non Blondes, en partícular What’s up.

¿A caso he de levantarme de mi cama? ¿A caso debería bañarme? ¿A caso tengo que hacer tarea? Si salgo, ¿alguien estará esperándome? Tal vez sea mejor preguntar otras cosas: ni siquiera es mi cama, ¿debería levantarme de ella? ¿a qué hora estaría bien que me bañara? ¿debería esperar que alguien estuviese esperando mi regreso? ¿Son, esas preguntas, correctas? No lo sé. No sé qué pasará si salgo de mi cuarto, ni si me veo mejor como me veo o como me veré, mucho menos sé si alguien estará a mi regreso. Entonces me levanto para contestar esas preguntas.

Termino de no hacer nada escuchando a Clodplay con The Scientist.

Elle aime ça

Ese día Elena Duné vestía de verde y la veía encantado. Ella paseaba por los jardines del palacio correspondientes a su nivel de nobleza y él observaba.

—¿Qué haces?—interrumpió una pequeña niña que traía consigo una jaula de madera llena de mariposas. Su nombre era Lilinette Duné, lo que la hacía la hermana pequeña de Elena.

—Voy a escribir. Sobre duelo, supongo, creo… —el muchacho tartamudeó en eso último, pues notó que la dueña de sus suspiros le dedicó una mirada y una sonrisa.

—¿Duelo? ¿Extrañas a alguien, no es cierto?

—No —obviamente él mentía.

—¿A una mujer?

—A una ciudad. Pero no escribiré esta vez para ella, hoy ya me han hablado bastante de despechos. Me inspiraron.

—¡Oh, qué envidia! Yo no sé qué pensar —la niña río cubriéndose la boca en un gesto infantil.

—¿Envidia? No soy quién para ser envidiado. Tú eres la hija de un noble —el Arquitecto miró al cielo buscando alguna nube—, yo bien debo de envidiarte.

Y sin embargo no lo haces. Yo no sé cómo inspirarme. No sé de qué hablar que no sea música o cosas que terminan con placer —una sonrisa se dibujó en el rostro del joven, pues no esperaba escuchar la palabra placer de la boca de una pequeña, Lilinette miró a sus mariposas revoloteando dentro de la jaula—, siento que me pasan cosas muy simples. Y las que me gustan no sé cómo escribirlas. O no puedo por el simple hecho de que se vería muy obvio de quién estoy hablado —e hizo énfasis en la palabra quién—. Me daría pena que se diera cuenta —la niña de apenas trece años se sonrojó al ver que el Arquitecto la escuchaba atento.

—Lo que escribo también es simple. Lo mío son las ciudades. Temo del día en que me quede sin ellas. Hace tiempo conocí —continuó— a un viejo en una ciudad muy al norte, llamada Anastasia, seguro has escuchado hablar de ella. El viejo me dijo «tú nunca escribes nada sobre Anastasia, hasta parece que ni su grandeza es por tu causa». Pero sí le escribí, fue a mano sobre la corteza de un árbol que nacía en la nieve. La ciudad se quedó aquel cuento. Y en cada ciudad parece que dejo cuentos similares. Aquí ya no sé.

—He escrito pensando en mi prometido, y creo que a él tampoco le parece el matrimonio. Es solo un niño.

—Y tú solo una niña. Buena conversadora, por cierto —el joven hizo una pausa—. Ya no me queda mucho tiempo en La ciudad de los Lirios. ¿Qué crees que debería hacer el arquitecto? ¿Qué debo de hacer?

—A la reina le han gustado tus dibujos y sé que a varios nobles les ha gustado tu trova. De ser tú me esforzaría en adornar una parte de la ciudad.

—Los reyes me permiten vivir en el palacio junto con los nobles; soy un simple vago. Me dejan hacer mis planos y maquetas, modificar una que otra cosa en alguna plaza e incluso me dan cierto reconocimiento por eso. Pero no es el mismo reconocimiento que le han dado y le seguirán dando al arquitecto que llegó aquí primero.

—El rey y la reina ya se han dado cuenta de que el primer arquitecto no es tan bueno, creo que el segundo quizá sea mejor —sugirió Lilinette.

—Pero aquel arquitecto llegó primero, ha dado mucho por la ciudad, no pueden simplemente hacerlo a un lado.

—Usted —interrumpió la niña—, señor, es un hombre de muchos peros. Dígame qué tiene esta ciudad, quién ha conquistado su corazón.

—Señorita Duné, si pregunta Quién es porque se refiere a una persona —en ese momento Lilinette abrió la jaula que tenía prisioneras a las mariposas y las dejó volar libres.

Elena estaba ya lejos de la vista del Arquitecto, se había adentrado cada vez más en el jardín hasta perderse de vista. El Arquitecto continuó hablando con la niña hasta que cayó el ocaso y se quedó sentado bajo un árbol escribiendo, esforzando su vista tratando de aprovechar la escasa luz nocturna y de no perder de vista a su amada.

La ciudad de los lirios

En la ciudad hermosa, adornada con flores, montañas cubiertas con nubes, la fiesta se iniciaba y nos daba a todos los presentes algunos de los más bellos sones que la joven Miza habría de tocar en su —sabrán los dioses si— corta vida. Se disfrazaba la vida y yo veía a Elena. ¡Ay!, ya anhelé sus senos. Sobresalían de su caja torácica, perfectos, redondos y firmes, enormes de pequeños pezones.

Concentrada, no fallaba ni una sola nota, siempre acompañando el compas de los demás instrumentos, la violinista me opacaba desde dentro. Se veían los colores saltando con esas formas sonatas. Los nobles disfrutaban y los meseros servían. ¿Y nosotros los músicos? Comentando sobre los vestidos y smokings.

¿Qué tal un disfraz de lirio? Elena era bella a pesar de su descolorida piel, blanquecina podría ocultarse en la nieve. Sus ojos celestes, se ocultaban en el cielo y ella bailaba, vestida de flor, deliraba. Sus pies pequeños, sus piernas largas. Representaba una danza de máxima sensualidad. Yo mientras tocaba mi lira, moría del delirio que me provocaba verla desde lejos y no poder acercarme. Era miraba el no poder acercarme. Eso lo sabía, de tanto verla provocaría su desgaste, tan bella ella. La fiesta continuaba y Elena bailaba, Miza tocaba y yo mendigaba monedas a la entrada, con mi única compañera, mi amada ira. Tocaba. Soñaba con que llegara a darme unos centavos en la lata atada a mis zapatos, que me ofreciera un baile y después consumirnos en la locura, juntos, ocultos, bailando.

Ella me construye y me destruye. Termina mi vida para terminar, o comenzar, con la suya. De aquí, de conmigo, huye.