Elle aime ça

Ese día Elena Duné vestía de verde y la veía encantado. Ella paseaba por los jardines del palacio correspondientes a su nivel de nobleza y él observaba.

—¿Qué haces?—interrumpió una pequeña niña que traía consigo una jaula de madera llena de mariposas. Su nombre era Lilinette Duné, lo que la hacía la hermana pequeña de Elena.

—Voy a escribir. Sobre duelo, supongo, creo… —el muchacho tartamudeó en eso último, pues notó que la dueña de sus suspiros le dedicó una mirada y una sonrisa.

—¿Duelo? ¿Extrañas a alguien, no es cierto?

—No —obviamente él mentía.

—¿A una mujer?

—A una ciudad. Pero no escribiré esta vez para ella, hoy ya me han hablado bastante de despechos. Me inspiraron.

—¡Oh, qué envidia! Yo no sé qué pensar —la niña río cubriéndose la boca en un gesto infantil.

—¿Envidia? No soy quién para ser envidiado. Tú eres la hija de un noble —el Arquitecto miró al cielo buscando alguna nube—, yo bien debo de envidiarte.

Y sin embargo no lo haces. Yo no sé cómo inspirarme. No sé de qué hablar que no sea música o cosas que terminan con placer —una sonrisa se dibujó en el rostro del joven, pues no esperaba escuchar la palabra placer de la boca de una pequeña, Lilinette miró a sus mariposas revoloteando dentro de la jaula—, siento que me pasan cosas muy simples. Y las que me gustan no sé cómo escribirlas. O no puedo por el simple hecho de que se vería muy obvio de quién estoy hablado —e hizo énfasis en la palabra quién—. Me daría pena que se diera cuenta —la niña de apenas trece años se sonrojó al ver que el Arquitecto la escuchaba atento.

—Lo que escribo también es simple. Lo mío son las ciudades. Temo del día en que me quede sin ellas. Hace tiempo conocí —continuó— a un viejo en una ciudad muy al norte, llamada Anastasia, seguro has escuchado hablar de ella. El viejo me dijo «tú nunca escribes nada sobre Anastasia, hasta parece que ni su grandeza es por tu causa». Pero sí le escribí, fue a mano sobre la corteza de un árbol que nacía en la nieve. La ciudad se quedó aquel cuento. Y en cada ciudad parece que dejo cuentos similares. Aquí ya no sé.

—He escrito pensando en mi prometido, y creo que a él tampoco le parece el matrimonio. Es solo un niño.

—Y tú solo una niña. Buena conversadora, por cierto —el joven hizo una pausa—. Ya no me queda mucho tiempo en La ciudad de los Lirios. ¿Qué crees que debería hacer el arquitecto? ¿Qué debo de hacer?

—A la reina le han gustado tus dibujos y sé que a varios nobles les ha gustado tu trova. De ser tú me esforzaría en adornar una parte de la ciudad.

—Los reyes me permiten vivir en el palacio junto con los nobles; soy un simple vago. Me dejan hacer mis planos y maquetas, modificar una que otra cosa en alguna plaza e incluso me dan cierto reconocimiento por eso. Pero no es el mismo reconocimiento que le han dado y le seguirán dando al arquitecto que llegó aquí primero.

—El rey y la reina ya se han dado cuenta de que el primer arquitecto no es tan bueno, creo que el segundo quizá sea mejor —sugirió Lilinette.

—Pero aquel arquitecto llegó primero, ha dado mucho por la ciudad, no pueden simplemente hacerlo a un lado.

—Usted —interrumpió la niña—, señor, es un hombre de muchos peros. Dígame qué tiene esta ciudad, quién ha conquistado su corazón.

—Señorita Duné, si pregunta Quién es porque se refiere a una persona —en ese momento Lilinette abrió la jaula que tenía prisioneras a las mariposas y las dejó volar libres.

Elena estaba ya lejos de la vista del Arquitecto, se había adentrado cada vez más en el jardín hasta perderse de vista. El Arquitecto continuó hablando con la niña hasta que cayó el ocaso y se quedó sentado bajo un árbol escribiendo, esforzando su vista tratando de aprovechar la escasa luz nocturna y de no perder de vista a su amada.

Monitores 4

En las escuelas cada vez más y más niños llegaban mutados en las extrañas criaturas que en los diarios llamaban Homo videns. Los niños habían nacido siendo televidentes, criados frente a la siempre observadora televisión de 32 pulgadas, siempre bien portados, atentos a una caricatura tras otra, cada una más tonta que la anterior. También los padres tenían en sus cuartos unos de esos mágicos aparatos, aunque a veces no la veían tanto tiempo como nostalgia por tiempos mejores -¿mejores?-, aunque simplemente retrasaban su metamorfosis.

Ese lunes Cruz despertó como cualquier lunes. Devuelta a la rutina, pensó. El desayuno de siempre fue a servirse. No tengo ganas de ponerle leche al cereal. El cereal debe llevar leche. Siempre le pongo leche. Al final, Cruz le puso leche a su cereal. Ese día hacía calor y al ponerse el saco de su traje se dio cuenta de que en realidad no quería ponerse su traje. Tenía que, su trabajo lo exigía. Optó por no usar corbata. Sí, sin corbata un día estaría bien. Terminó de vestirse sin más peros y fue a tomar el metro a su oficina de forma habitual.

Corría la mañana. Así hasta las once con cuarenta y tres minutos y siete segundos. El ingeniero Vera trabajaba en su cubículo como todos los días de forma habitual, así como otros cientos de decenas en el edificio de oficinas. Nadie en el centro (y alrededores) advirtió lo que sucedía en un jardín de niños cercano al sur de la gran ciudad.

Los treinta y ocho niños de tercero sección B de kinder había llegado con un monitor en lugar de cabeza. Había pantallas planas, ultra finas, clásicas blancas, pequeñas, con casetera, algunas con antena y otras con los cables colgando. La maestra del grupo, la señorita Tutti, estaba asombrada de la cantidad de videoniños que había en el aula. ¿Qué hacer? Dar clase. Trató de calmarlos cambiando los canales a las caricaturas para bebes que trasmiten por las mañanas, buscaba captar su atención. Cuando todos los videoniños estaban sintonizados en la misma idea, la señorita Tutti comenzó su lección de multiplicaciones. Preguntó por la tabla del dos y Pedrito levantó la mano. En la pantalla que tenía por rostro salió un presentador de un programa de concurso (un hombre calvo y gordo vestido con un traje rojo y lentejuelas) contando de dos en dos unas pelotas dentro de una canasta. La señorita Tutti tragó saliva y «muy bien, Pedrito… ¿Alguien sabe la tabla del tres?» y tres niños (Laura, Jake y Buba) levantaron sus respectivas manos. Esta vez no apareció un presentador de concurso, las imágenes en sus televisores simplemente se desvanecieron. Se habían apagado. La maestra observó extrañada esa actitud en los pequeños. Era como si estuviesen dormidos. Luego los demás videoniños en el grupo hicieron lo mismo.

Después de unos minutos de completo silencio, y de varias llamadas de atención por parte de la educadora a sus alumnos que simplemente la ignoraban, todas las pantallas se encendieron al unísono mostrando una estática ruidosa. Los videoniños se pusieron de pie y la maestra intentó apagar a los videoniños usando uno de los tantos controles remotos que los padres habían puesto a su disposición.

A las doce del medio día ese lunes, Cruz comenzó a sentir calor, demasiado a pesar de ser verano. Se levantó de su escritorio, se aflojó un poco el cuello de la camisa blanca y caminó al bebedero al final del pasillo de cubículos. Bebió como sus pulmones se lo permitieron y con un paso acelerado se dirigió al baño. Un ruido le aturdía, era como estática y en medio escuchaba un zumbido, también escuchaba voces y estaba seguro de que veía cosas. Despeinado empujó a un sujeto que se lavaba las manos, se mojó el rostro y notó como el agua se evaporaba, sus ojos estaban rojos, incluso le ardían. Se terminó de desabrochar la camisa blanca. Y desesperado comenzó a beber agua directa del grifo.

En la escuela los niños llegaron hasta el escritorio en donde la señorita Tutti se resguardaba. La estática en las pantallas se iba disipando y en su lugar se veían escenas de películas de terror y asesinos. La señorita Tutti soltó un grito, de esos que a la muy cliché espantan a las aves posadas en un árbol afuera del lugar. Quizá Cruz debió haber usado corbata ese día.

No era nada, lo era todo

Somos exnovios —en una (¿afortunada?) ocasión sentenció ella. Al menos esa idea los mantenía como un solo sujeto en esa frase. Compartían sin inconveniente el plural de ése adjetivo, mas nunca —él— se había percatado de la naturaleza de esa extraña combinación de palabras. Le parecía una hermosa condena.

Habían pasado varias semanas desde que comenzaron a pensarlo: él primero que ella y ella después de él. Ambos sabían que las cosas se acabarían, pero ninguno imaginaba que apenas, eso, se estaba convirtiendo en un nuevo comienzo. Fin de semana. Él dedicó muchos silencios ese primer fin de semana. Ella por su parte, trató de hacer las cosas ligeramente a un lado. No querían pensar en el asunto, pues lo que había sido fue y lo que fue, ya no sería.

Pasaron semanas. Ellos se saludaban y se buscaban con los ojos. Ella no perdía la costumbre de despedirse con un «Te quiero» entre los ojos cuando cruzaban caminos. Él disfrutaba escuchar cada letra en esa frase, aun así fuera costumbre o verdaderas sobras de cariño, nunca dejaría de ser un lindo detalle. Así parecían pretendientes en cada sonrisa que se enviaban, con la complicidad que se cargaban las miradas atravesando cuantas ventanas encontraran. Y eso parecía estar bien.

Noche. No faltaban los suspiros de su parte, extrañarlo no ayudaba mucho en eso de conciliar el sueño. Preguntaban por ellos durante la vigilia y en ciertas traviesas ocasiones, la gente preguntaba entre sueños. Una vez, la prima del amigo que los había presentado, los encontró de casualidad, —Anoche soñé con ustedes —insistió la cabeza encima del cuello encima de los pechos que él no pudo evitar ver, pero luego dirigió la mirada al frente, como culpado por una voz inconsciente. Ella —la que había sido y ya no es; no la prima— se sonrió (recordando el sueño) lo suficiente para que él prefiriera mirarla. —Sí, no deberías de andar en sueños ajenos. —Rieron. A él no le quedó de otra que alejarse señalando con la punta de su dedo su reloj, mintiendo sobre estar ocupado. —Pues el sueño era suyo de ustedes, caí por coincidencia. —Ella trató de cambiar el tema pero la prima del amigo no se distinguía por su prudencia: —Terminaron bien. —Lo sé. —Suspiró melancólica la hermosa muchacha. Mientras tanto él pensaba en lo indebido, «Lo que fue, fue. No es nada» alegaba a sus adentros tratando de calmarse las entrañas, tratando de ahogar el mundo en su garganta. Tratando de olvidar.

Ella había seguido con su vida, no sin extrañarlo de vez en cuando. Y él pensaba en ella. No era nada, mentía a manera de respuesta en todas las ocasiones en que preguntaban por el asunto. Él pensaba en lo triste de ser un recuerdo, triste más por él y no tanto por ella. La extrañaba. Entre más pase el tiempo, evadirá con menor frecuencia el tema, ella será feliz con el tiempo, contestaba tratando de responderse —convencerse— a sí mismo. A veces uno u otro era feliz y eso estaba bien, mas ellos quién sabe.