Implionē

Implosión

Fasalbandó udno lokatio idne prede. Farekdé vin fri don ef vimārdés uto vīndó a vune. Alteg. Faimpliondó, ef don kodo. Do lokatio, falankandés kot rekiondé idne jid liuvoe. Faskiondó de sado jekuno uto vimatrinadó ye spam yasjetāt seto jiksid rerasekon undo posjta poyadés, de jekuno uto vikiondó siempolnekon alte uto semda vikiondó rede pusto.

Ante dote jid itaondó yaslankandó akoi wone fri anims ef nog vidimik prichin, uto fri pekni undo deinos vidanóē chi jrasi. Kontsarlandé, acto, nok unda pareda sji jiop uto faproicodindó.

— Utef aveté? —prositondáē.

—Avendo unda voiz polnue fri nudes ef unda gorla posta fri tishini —faotvendé tupo.

—Acto, utef excrité?

— Undo podaro, prosto— faseindé.

Fri dota yasindá chi tsarla kota fagosapendé, sado, ye druka fakiondá makíu ef fri dota bikagné sondáe.

Ver original en: Implosión

¿Hay alguien (todavía) por aquí?

Snail

Bien. Escribo esta nota para aquellos perdidos u olvidados que aún sigan leyendo el blog. Perdónenme porque los he abandonado. No les digo esto como señal de mi regreso, sino como una fatídica despedida. Tras casi tres años publicando, he dejado de hacerlo. Esto no significa que no publicaré absolutamente nada o que eliminaré el blog. Para nada. Solo que si publico será para saludar de vez en cuando. Que ese de vez en cuando no será periódico no frecuente.

Quiero decirles, estimados desconocidos, que los quiero mucho. Y les contaré un breve cuento por última vez.

El Señor Araña Caracol

Hace no mucho tiempo, por aquellos años de la consagración de la primavera, vivía en un jardín de hojas verdes y amarillas un pequeño molusco enroscado en sí mismo. No dormía y se dedicaba a existir. Dejaba su rastro por donde pasaba y siempre sabía de dónde venía pero no a dónde iba. Se le iban así los amaneceres y los atardeceres. ¿Qué pensaba en esos días? Ni él ni yo sabríamos decirlo. Únicamente puedo asegurar que ansiaba el día en que de su concha espiral salieran varios pies y no uno. Tal vez no pensara mucho al ser descerebrado, por cierto. En fin, un atardecer observando al sol ocultarse su protuberancia calcárea se desprendió dejando paso a aquello que cumpliría su tan ansiado sueño. Su cuerpo se extendió en siete direcciones extra. Ahora, sin que él supiera qué pensar, seguro estaba feliz y contento, pues la marca de su pasado había dejado de seguirlo.

Fin

Verde-Dorado

Cuento escrito basado en un poema de Pamela Miza y eventualmente dedicado a Lety Cordero

Erase un bosque que sin dudas era hermoso. Bicolor por donde le vieras: saltaba de un color a otro según su estado de ánimo. Comprobaba lo que ya muchos ancianos creían, lo que muchos jóvenes escuchaban y lo que muchos padres enseñarían: la naturaleza vivía. En este bosque solían pasear ―no siempre al mismo tiempo― un hombre, cuyo trabajo era enviar mensajes y una mujer muy bella y que gustaba de bailar. Se buscaban sin saberse. Él, entre tantos paquetes misteriosos, cartas de amores lejanos y volantes de simple burocracia, encontraba buenos momentos por la mañana. Encontraba paz y el bosque también. El lugar se mantenía verde. Ella, en cambio, pasaba las mañanas inspirando cantos y poemas en el pueblo y por eso adoraba relajarse por las tardes. La luz reflejaba su belleza, tanta que ni sombra proyectaba. El bosque se disfrazaba con telas doradas.

Pasó algo de tiempo, la verdad no importa cuánto; no importa que hubiesen pasado lustros o décadas, pues las musas se mantienen bellas por siempre y los dioses nunca envejecen, siempre cumplen con su deber. Una peculiar condena esa de vivir por siempre. Mas estas dos criaturas nunca atinaron, en ese magnífico bosque encantado, la ocasión de sucederse. Jamás era el momento indicado para su encuentro. Hasta que, finalmente un día, la suerte le sonrió a esos divinos seres. Una espera. Una entrega retrasada. Hermes pasó por el bosque un poco más tarde, caminaba apacible, tarareando una sonatina y el lugar se coloreaba verde por donde iba su travesía. Unas ganas. Un deseo. Terpsícore optó por ir un poco, sólo un poco, más temprano. Ella iba moviéndose junto al viento, bailaba, giraba y con ella las flores. Los fresnos se tornaban dorado, ella andaba feliz y también tarareaba. Ambos optaron, sin darse cuenta, por ir al pequeño lago del bosque. Él iría llegando al lago cuando notó que los árboles giraban, como si estuviesen bailando. Le pareció mágico, parecía un sueño. Corrió por la orilla del lago hasta llegar al otro lado y ver qué clase de magia sería.

Antes de llegar fue cuando la vio. Sorprendido, o por su naturaleza tímida, se escondió entre troncos para verla llegar al lago. La vio bailando y se maravilló; la vio reír, él también sonrió. Ella se sentó sobre sus piernas a observar el fluir del lago, observar esos brillos dorados, observar tranquilidad. Terpsícore se recostó un momento. Cerró los ojos. Respiró hondo. Hermes vio la ocasión. Ella abrió los ojos y ahí estaba él, flotando sobre ella, sonriendo. Ella se asustó pero, pero al muchacho no le sorprendió, la miro con esos enormes ojos marrones y la sonrisa en su rostro lo hacía lucir más perfecto. Terpsícore vio sus ojos azules y sintió armonía, sintió paz. El bosque colapsó ―explotó a sus adentros― en una mezcolanza de colores: ¿Amarillo? ¿Verde? ¿Blanco? No importaba, las luces se combinaban, los árboles y las flores bailaban, el viento giraba tranquilo. Los sentimientos también.

―¿Quién eres tú? ―preguntó la joven musa. Hermes pensó.
―El hombre más importante de tu vida ―y tenía razón, Terpsícore sonrió.

Desde entonces se dan un tiempo todas las tardes para estar un rato juntos. Hablan un poco, observan mucho, lo suficiente para comenzar a amarse hasta la eternidad.