Cuento escrito basado en un poema de Pamela Miza y eventualmente dedicado a Lety Cordero
Erase un bosque que sin dudas era hermoso. Bicolor por donde le vieras: saltaba de un color a otro según su estado de ánimo. Comprobaba lo que ya muchos ancianos creían, lo que muchos jóvenes escuchaban y lo que muchos padres enseñarían: la naturaleza vivía. En este bosque solían pasear ―no siempre al mismo tiempo― un hombre, cuyo trabajo era enviar mensajes y una mujer muy bella y que gustaba de bailar. Se buscaban sin saberse. Él, entre tantos paquetes misteriosos, cartas de amores lejanos y volantes de simple burocracia, encontraba buenos momentos por la mañana. Encontraba paz y el bosque también. El lugar se mantenía verde. Ella, en cambio, pasaba las mañanas inspirando cantos y poemas en el pueblo y por eso adoraba relajarse por las tardes. La luz reflejaba su belleza, tanta que ni sombra proyectaba. El bosque se disfrazaba con telas doradas.
Pasó algo de tiempo, la verdad no importa cuánto; no importa que hubiesen pasado lustros o décadas, pues las musas se mantienen bellas por siempre y los dioses nunca envejecen, siempre cumplen con su deber. Una peculiar condena esa de vivir por siempre. Mas estas dos criaturas nunca atinaron, en ese magnífico bosque encantado, la ocasión de sucederse. Jamás era el momento indicado para su encuentro. Hasta que, finalmente un día, la suerte le sonrió a esos divinos seres. Una espera. Una entrega retrasada. Hermes pasó por el bosque un poco más tarde, caminaba apacible, tarareando una sonatina y el lugar se coloreaba verde por donde iba su travesía. Unas ganas. Un deseo. Terpsícore optó por ir un poco, sólo un poco, más temprano. Ella iba moviéndose junto al viento, bailaba, giraba y con ella las flores. Los fresnos se tornaban dorado, ella andaba feliz y también tarareaba. Ambos optaron, sin darse cuenta, por ir al pequeño lago del bosque. Él iría llegando al lago cuando notó que los árboles giraban, como si estuviesen bailando. Le pareció mágico, parecía un sueño. Corrió por la orilla del lago hasta llegar al otro lado y ver qué clase de magia sería.
Antes de llegar fue cuando la vio. Sorprendido, o por su naturaleza tímida, se escondió entre troncos para verla llegar al lago. La vio bailando y se maravilló; la vio reír, él también sonrió. Ella se sentó sobre sus piernas a observar el fluir del lago, observar esos brillos dorados, observar tranquilidad. Terpsícore se recostó un momento. Cerró los ojos. Respiró hondo. Hermes vio la ocasión. Ella abrió los ojos y ahí estaba él, flotando sobre ella, sonriendo. Ella se asustó pero, pero al muchacho no le sorprendió, la miro con esos enormes ojos marrones y la sonrisa en su rostro lo hacía lucir más perfecto. Terpsícore vio sus ojos azules y sintió armonía, sintió paz. El bosque colapsó ―explotó a sus adentros― en una mezcolanza de colores: ¿Amarillo? ¿Verde? ¿Blanco? No importaba, las luces se combinaban, los árboles y las flores bailaban, el viento giraba tranquilo. Los sentimientos también.
―¿Quién eres tú? ―preguntó la joven musa. Hermes pensó.
―El hombre más importante de tu vida ―y tenía razón, Terpsícore sonrió.
Desde entonces se dan un tiempo todas las tardes para estar un rato juntos. Hablan un poco, observan mucho, lo suficiente para comenzar a amarse hasta la eternidad.