—Samira…
—¿Sam.. ira? —preguntó desconcertado Ab’, ese nombre, precisamente ése, lo recordaba— el nombre de mi hija es Samira, Sam… ¡yo la recuerdo!
En efecto, Samira fue la hija de Ab’ hasta que el viejo olvidó todo y dejó su vida en el pasado obscuro que ocultaba su memoria. Ella contrato a Guillou, un asesino a sueldo y guardaespaldas de medio tiempo para proteger a su anciano padre. Sam estuvo trabajando algunos años en cierta parte de Anastasia*, por algunos rumores entre los marineros se enteró de la locura creciente del «Bailarín de las arenas», es decir, el apodo con el que era identificado su padre por los viajeros. Ella mandó llevar desde K’anto hasta Anastasia a su madre ya que conforme iba haciendo su vida en la gran ciudad se fue adentrando en un mundo de ocultismo. En el ahora antiguo imperio de Los Reyes se escuchaban las historias de lo que predicaba un tal Ab’ Mustapha en las áridas tierras de K’anto. En un principio creía que su padre hablaba más que tonterías. Ella trató de ayudar a su padre haciéndole callar sus delirios de conspiraciones pero solo logró separar más la familia. Tiempo después fue secuestrada, consiguió ponerse en contacto con algunos mercenarios y contrato de Guillou para proteger a su viejo y lo llevarlo al norte.
Ab’ no pudo con tanta información tan de pronto y decidió apartarse, le gritó a su compañero rastafari que se alejara, que lo dejara solo; él no tenía nada que hacer. Sus emociones de padre le obligaban a hacer algo, pero cómo o qué podría hacer si ni siquiera conocía (o recordaba) a su hija. Tendría que encontrar las susodichas respuestas e ir ver que sucedía, cuál era el meollo de todo ese asunto. Después de un rato de sinpensarlodosveces, fue al aeropuerto de K’anto (tal Ricky de Casablanca), y compró un boleto sin regreso a Anastasia, dejando atrás a Guillou y toda posibilidad de sobrevivir en el frío norte, terrible error.
Guillou, mientras tanto, sentía la culpa de no persistir quedarse con el hombre sesentañero; con la consciencia sucia fue a ahogar las penas en alcohol en un bar cercano, más por el gusto por el alcohol que por las penas. Entre el tufo y la ebriedad se encontró con un extraño y enorme hombre musculoso en los sucios baños de esa malamuerte. El hombre le habla con su voz ronca y grave, apretando sus dientes para no dejar caer el puro, le saluda.
—Tú, el de las rastas, ¿no pudiste con tu vieja?
—Qu’est-ce que ca peut te faire? No le interesa…
—Já, francesito tenías que ser… ¿Cómo chingados te llamas?
—Guillou Duné
—Volaver, pa’ servirle a Dios y a uste’ —Guillou sonrió, luego Volaver extendió su mano sucia en gesto de saludo.
El joven no quiso tomar esa mano humedecida de orines y con una expresión de asco se hizo a un lado. Sobresaltado y molesto el nuevo amigo del pelirasta, se pone de pie y lo comienza ahorcar con sus enormes manos, cuando se percata del desmadre causado en el baño, decide ir afuera e invita a Duné algo de cerveza. Comenzaron a platicar.
—Tu nombre es Guillou y yo no me río de eso, pendejo… No ando viajando por el mundo para que me salgan con esas pinches majaderías —advierte la cara larga del francés— ¿qué sucede?
—Voir Volaver, mis pro-problemas no son de vostre resso-vuestra incuncencia, mejor tais-toi , no seguir preguntado per faveur —contesta enojado.
—Mira, pinche, no me vas a callar, trato de ser amable contigo. Si no quieres ser amable, te lo diré de otro modo pedazo de perra infertil: tu actitud no solucionará cualquier jodería que tengas.
El tal Volaver tenía razón, Duné tenìa una trabajo que hacer. Recorrió corriendo K’anto hasta llegar al aeropuerto justo a tiempo para ver a Ab’ comprando los boletos.
*Una ciudad de hielo al norte.