Monitores 6

← Capítulo anterior: Monitores 5

Amanda Tout había nacido en Gran Poltov en medio de las incontables revoluciones que ya habían hecho legendarias a esas tierras al norte del nuevo continente. Había varias corrientes ideológicas que se podrían simplemente reducir, como siempre, a dos: liberales y conservadores. Ninguno de los bandos estaba definido tal cual y los que un día eran liberales ocultaban esa luz junto con el sol al anochecer para por la noche conservar los viejos usos y costumbres. Amanda Tout era de las pocas poltavicas que no divagaba en sus pensamientos. Aún niña quería, sin saberlo, ser liberal. Cosa difícil por su condición tímida. Logró salir del instituto con un título de pedagoga con el que no podría hacer mucho en un país en el que todos creían saber lo correcto. Logró salir del país sabiendo que era condenada a no poder regresar por «desertar», era una ingrata por darle la espalda a su nación y a sus compatriotas, una indiferente por no querer ser parte de un gran cambio social que llevaba desde hacía medio siglo en pausa. Con lágrimas se despidió de sus padres y contables hermanos, y con lágrimas llegó al viejo Continente. Su vida fue muy similar a la muchos refugiados, salvo que ella tenía un arma más poderosa que la que pudiera tener un alma promedio: una gran convicción de ser parte de un cambio. Quizá por eso Isabel Assolti se interesó tanto en esa mujer introvertida y asustada por un nuevo mundo pero con ojos que ardían en revolución verdadera, unos ojos que no podían evitar enamorarla.

Isabel Assolti por esa época revisaba a los inmigrantes que llegaban al aeropuerto de La Ciudad a fin de evitar tráfico de armas y de drogas. Con un pasado tormentoso en el romance en esos días todo lo que menos buscaba estaba en Amanda. Sabiendo que era ridículo e improbable, leyó con extrema atención el CV de la señorita Tout que la observaba seria y con ojos llorosos, la oficial Assolti se sonrojó y Amanda sonrió por primera vez a la mujer que en un tiempo futuro lo suficientemente lejano sería su hogar. Fue Isabel quien le recomendó trabajar en el jardín de niños que no estaba muy lejos de su aeropuerto. Fue Isabel, que como una bomba de implosión masiva para Amanda le dijo que en dicha escuela estaba pensando en inscribir a su hijo. Fue así como Amanda consiguió el trabajo y fue aceptada y quería por sus compañeros y alumnos en poco tiempo. Durante dos años no supo nada de Isabel y todo estaba en calma y en rutina. Pobre, no sabía que algo le hacía falta.

Adam «Lazarraga» Assolti estaba asustado su primer día de escuela. Tenía cuatro años y faltandole un padre le extrañaba ver llegar a los demás niños acompañados por hombres adultos. Su mamá lo quería mucho y le dolía separarse tantas horas de su lado. Lo abrazó y lo llevó hasta el salón en el que estudiaría. Pero su dolor que más bien era temor de que le pasara algo malo se disipó cuando vio el rostro familiar y sonriente de la miss Tutti. Se reconocieron de inmediato pero ambas trataron de ocultar la inexplicable alegría que compartían. Pasaron los meses y esa alegría se presentaba casi a diario. La miss Tutti amaba a sus alumnos y ellos la amaban. Isabel amaba a su hijo, y tal vez de forma un poco egoísta para algunos, lo usaba como tema de conversación con su maestra. No pasó mucho para que Isabel la invitara a salir, y no pasó mucho para hacer evidente el romance que nacía. Y no pasó mucho para que a Isabel la ascendieran a un puesto del que no podía decir nada y del que debía decir que era administrativo.

Un año después, Adam terminaba su educación preprimaria e Isabel, la agente Assolti, se adaptaba a un nuevo mundo más agresivo que un aeropuerto. El Servicio de Inteligencia y Orden de la Ciudad (SIOC) se encargaba del ocultar y resolver los problemas que las personas promedio no debían conocer. En pocas palabras mantenían el orden perfecto de La Ciudad. Vigilaban aeropuertos, calles, edificios, el cielo, las montañas, las alcantarillas, incluso las fosas nasales de miles de ciudadanos. Sabían qué sucedía, qué debía suceder y cómo sucedería. Ahí conoció de vista en sus últimos días antes de desaparecer a la agente Eido, toda una leyenda. Lucía estaba convencida de que algo le ocurría a los niños, pero para nadie en la agencia le veía especial importancia. Isabel al escuchar sobre eso se preocupó un poco, siendo madre, pero algo en su interior ignoró ese miedo y cuando Lucía desapareció, nadie recordaba porqué lo había hecho. Llegó marzo, un dieciséis, cuando la alerta roja se encendió en el SIOC. Muchas personas, principalmente niños se habían vuelto locas. Zonas bastante específicas de La Ciudad estaban en crisis. Isabel, siguiendo su instito materno salió de la agencia y llegó a rescatar primero a su hijo y luego a su amada. En el camino de regreso al único lugar que creía seguro les explicó lo mejor que pudo que su vida desde hacía unos meses era un secreto que a ella misma le dolía.

Entre el miedo de Amanda, el desconcierto de Adam y la culpa de Isabel, frente a la cara de el secretario general del SIOC, Soweto Ford e ignorando la alegría y frustración de un joven Leonel J. que ocultaba su rastro, llegó después de meses una triunfante Lucía Eido. Cargaba en su mano izquierda un arma y en la derecha a un hombre delgado y que parecía sin importancia. Con un porte que gritaba «se los dije» no dejaba de ser hermosa. Traía consigo al Homo Sapiens Videns.

Microficciones

Surrealismos

Estaba una gorra azul en la cabeza de un hombre capitalino o chilango, como gustéis llamarle. En su cabeza había dos ojos que observaban al resto del metro y la gente en el resto del metro, o subway como le dirán alguno que otro angloparlante, viajaban rumbo algún lugar en la Mexico City. Unos audífonos blancos salían unas orejas que se conectaban a un celular pegado a un pantalón de un chavo posiblemente chilango de mirada absorta en el suelo del metro. De unos labios nacía una pareja, de la cual los píes llegaban al suelo, aferrados por no caerse a la gravedad o la aceleración del metro. Era lo mismo dos gentes hablando de cosas que se hablan y otra persona a la izquierda. La pareja se terminó a la entrada y atados (o encadenados) por una mano, salieron. En su lugar entró una señora priísta de zapatos rojos y edad indescifrable. Varios ojos inquisitivos la juzgaron y muy poco después esos mismos ojos inquisitivos soñaban con imitar las persecuciones del Ku Klux Klan, pero una versión más politicomexicanizada. Decido terminar la narración a causa del arrivo a mi estación.

Discontinuidades

tumblr_mi3377750G1rnf6d9o1_500En la rama del árbol veía un número indicado por Fibonacci mientras escuchaba armonías indicadas por Aristóteles y tocadas de forma reformada por Chopin y después deformadas por algún baterista español. Esperaba bajo la sombra iluminada del árbol por la lámpara incandescente (o alguna de sus variantes con mercurio) de Edison y contaba qué tan grande era esa épsilon que nos separa. Una épsilon variable en función de la delta que representa la (in)diferencia con que me (mal)tratas. Y aún así esperaba recibiendo fotonazos que me permitían observar las distintas longitudes de onda con distancias desde los cuatrocientos a los setecientos nanómetros que reflejaban las mujeres a una distancia que llamaré alfa y beta respecto al punto en donde situé el sistema de mi propia referencia como centro gama. Sentada a la distancia alfa desde mi hombro derecho y con un largo de nueve o siete veces el de su cráneo, se encontraba una chica bufandera, utilizando una de las ventas de Jobs y con las piernas cruzadas, el muslo derecho arriba del muslo izquierdo, se acomodó el cabello para mejorar así su paralaje y continuar leyendo en el dicho dispositivo. Mientras tanto, a una distancia beta de mi izquierda, estaba sentada con un vestido negro que se le veía mejor de pie que sentada por aquello de que los tacones levantan los glúteos y ayudan a percibir sus caderas como fértiles. Pero tú estabas a la hermosa distancia descrita a razón de uno es a uno punto seis uno ocho cero tres tres nueve ocho ocho siete…, un punto en el espacio y tiempo que gusté de llamar omega y que se acerca y se aleja a razón de uno uno, uno dos, dos tres, tres cinco, cinco ocho, ocho trece, trece ventiuno y así sucesivamente como una rara suma infinita de distancias que al contrario de lo que digan los matemáticos no suman en este caso una distancia que tendrá algún  fin, pues existe un límite entre nosotros ya que una épsilon nos separa.z