Arroinero, ahora crasheado sobre el auto negro en el que inicialmente venía, se retorcía entre destellos eléctricos. Onoma parecía saber lo que ocurriría ahora. Yo había olvidado de que otro ser me sujetaba por los brazos. Sabía que la lucha era inútil, pues estas escorias mecánicas una vez que se aferran a algo no lo sueltan aunque mueran. No podía ver lo que sucedía con claridad. El humo del cofre y la noche enturbiaban la zona. Pero podía escuchar con claridad el metal super-líquido que se movía reformándose. Había escuchado que la Federación trabajó con esa tecnología hace algunos años, pero se desechó por su impracticidad al implementarla en armas de guerra. Algunos nerds propusieron que serviría para trasmitir, guardar, analizar y liberar información, y al parecer eso es lo que sucedía frente a mis ojos.
Onoma vio ese líquido eléctrico escurrir por las articulaciones del fracto pseudoandroide. Cierta información se «liberaba» de almacenes en el cuerpo de Arroinero. Demasiada información para que estuviera en su tarjeta de memoria. Se podría decir que aquél ser entraba en un estado de frenesí, controlado únicamente por sus instintos preprogramados. Los componentes mecánicos se reorganizaron poco a poco, pero de una manera tan hipnotizante que hizo que ese proceso tan largo pareciera instantáneo. El humo se había disipado. Cuando me di cuenta ya el sol estaba saliendo para indicarle a los gallos que cantaran. Y cuando me di cuenta Arroinero ya no parecía un humano. Su forma era parecida a la de camaleón negro. Listo para atacar a la menor distracción de su presa. Cuando estuvo listo, desapareció de la vista de mi aliada y protectora.
Sentí de inmediato un cuerno que se enterraba en mi abdomen. Las extremidades de Arroinero se estiraban y con sus garras que antes se podían llamar piernas aprisionaba a Onoma. Yo podía escuchar como se rompían los polímeros que hacían las veces de piel y tejidos de aquella extraña androide. Pero aunque escuchaba todo aquello no me importaba. Quería deshacerme del intenso dolor punzante que embargaba mi cuerpo. A pesar de lo que pudiera parecer, mi atacante no era el mismo. En nuestra distracción, el fracto que me sujetaba también había cambiado un poco su forma, ya no me sujetaba con sus brazos, sino que me abrazaba una especie de serpiente cornuda. No era un cuerno lo que sentía, sino un colmillo, y no era una herida punzante la que me ardía, sino el veneno que me comenzaba a digerir por dentro. La extraña serpiente de nuevo lamió mi rostro con su lengua rasposa y después rió. Onoma estaba quieta, yo alcanzaría esa quietud pronto.
— Yo soy quien debería reírse—dijo Onoma.
Un líquido eléctrico avanzó por el cuerpo de la androide y Santiago perdió el conocimiento. Del cuerpo presionado por aquellas garras se levantaba imponente una cabeza que comenzó a cambiar. Salían una especie de ramas similar a una cornamenta y otro de los brazos de Arrorinero se estiró para mantener cautiva a la su ya prisionera. Mientras las ramas se hacían más largas y gruesas, otro brazo, asustado, salió de entre el follaje de los árboles. No se podía ver al dueño de ninguna de las extremidades que parecían haber salido aleatoriamente. Contrariamente, los brazos de Onoma se estiraban bajo las garras de su captor, sus manos ya no parecían las de una humana, sino las de una bestia. Con solo estirar un poco, el robot aún humanoide se liberó del camaleón y comenzó a estirar una a una las extremidades. Las arrancó de entre los árboles buscando a su dueño. Y cada que arrancaba una extremidad un grito asustaba a los cuervos ocultos en el bosque. La serpiente soltó a Santiago para ir a apoyar a Arroinero, y al acercarse recordó algo que le helaría la sangre si tuviera alguna. Estaba frente a alguien a quien temía. Onoma supo que la habían identificado. La serpiente, después de detenerse por su miedo, decidió continuar su ataque y saltó sobre Onoma. Ella lo recibió con sus cuernos embistiéndolo y después dándole un golpe con el conjunto de extremidades que había obtenido de su cosecha. La serpiente ahora herida yacía en el suelo. Onoma puso su pierna sobre lo que sería el cuello de esa máquina y con algo de presión le arrancó la cabeza.
Si Santiago hubiera estado despierto seguro hubiera sentido miedo ante la evidente masacre que se aproximaba de la cual, por suerte, su equipo saldría victorioso.