La Paradoja del Miedo 5

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Arroinero, ahora crasheado sobre el auto negro en el que inicialmente venía, se retorcía entre destellos eléctricos. Onoma parecía saber lo que ocurriría ahora. Yo había olvidado de que otro ser me sujetaba por los brazos. Sabía que la lucha era inútil, pues estas escorias mecánicas una vez que se aferran a algo no lo sueltan aunque mueran. No podía ver lo que sucedía con claridad. El humo del cofre y la noche enturbiaban la zona. Pero podía escuchar con claridad el metal super-líquido que se movía reformándose. Había escuchado que la Federación trabajó con esa tecnología hace algunos años, pero se desechó por su impracticidad al implementarla en armas de guerra. Algunos nerds propusieron que serviría para trasmitir, guardar, analizar y liberar información, y al parecer eso es lo que sucedía frente a mis ojos.

Onoma vio ese líquido eléctrico escurrir por las articulaciones del fracto pseudoandroide. Cierta información se «liberaba» de almacenes en el cuerpo de Arroinero. Demasiada información para que estuviera en su tarjeta de memoria. Se podría decir que aquél ser entraba en un estado de frenesí, controlado únicamente por sus instintos preprogramados. Los componentes mecánicos se reorganizaron poco a poco, pero de una manera tan hipnotizante que hizo que ese proceso tan largo pareciera instantáneo. El humo se había disipado. Cuando me di cuenta ya el sol estaba saliendo para indicarle a los gallos que cantaran. Y cuando me di cuenta Arroinero ya no parecía un humano. Su forma era parecida a la de camaleón negro. Listo para atacar a la menor distracción de su presa. Cuando estuvo listo, desapareció de la vista de mi aliada y protectora.

Sentí de inmediato un cuerno que se enterraba en mi abdomen. Las extremidades de Arroinero se estiraban y con sus garras que antes se podían llamar piernas aprisionaba a Onoma. Yo podía escuchar como se rompían los polímeros que hacían las veces de piel y tejidos de aquella extraña androide. Pero aunque escuchaba todo aquello no me importaba. Quería deshacerme del intenso dolor punzante que embargaba mi cuerpo. A pesar de lo que pudiera parecer, mi atacante no era el mismo. En nuestra distracción, el fracto que me sujetaba también había cambiado un poco su forma, ya no me sujetaba con sus brazos, sino que me abrazaba una especie de serpiente cornuda. No era un cuerno lo que sentía, sino un colmillo, y no era una herida punzante la que me ardía, sino el veneno que me comenzaba a digerir por dentro. La extraña serpiente de nuevo lamió mi rostro con su lengua rasposa y después rió. Onoma estaba quieta, yo alcanzaría esa quietud pronto.

— Yo soy quien debería reírse—dijo Onoma.

Un líquido eléctrico avanzó por el cuerpo de la androide y Santiago perdió el conocimiento. Del cuerpo presionado por aquellas garras se levantaba imponente una cabeza que comenzó a cambiar. Salían una especie de ramas similar a una cornamenta y otro de los brazos de Arrorinero se estiró para mantener cautiva a la su ya prisionera. Mientras las ramas se hacían más largas y gruesas, otro brazo, asustado, salió de entre el follaje de los árboles. No se podía ver al dueño de ninguna de las extremidades que parecían haber salido aleatoriamente. Contrariamente, los brazos de Onoma se estiraban bajo las garras de su captor, sus manos ya no parecían las de una humana, sino las de una bestia. Con solo estirar un poco, el robot aún humanoide se liberó del camaleón y comenzó a estirar una a una las extremidades. Las arrancó de entre los árboles buscando a su dueño. Y cada que arrancaba una extremidad un grito asustaba a los cuervos ocultos en el bosque. La serpiente soltó a Santiago para ir a apoyar a Arroinero, y al acercarse recordó algo que le helaría la sangre si tuviera alguna. Estaba frente a alguien a quien temía. Onoma supo que la habían identificado. La serpiente, después de detenerse por su miedo, decidió continuar su ataque y saltó sobre Onoma. Ella lo recibió con sus cuernos embistiéndolo y después dándole un golpe con el conjunto de extremidades que había obtenido de su cosecha. La serpiente ahora herida yacía en el suelo. Onoma puso su pierna sobre lo que sería el cuello de esa máquina y con algo de presión le arrancó la cabeza.

Si Santiago hubiera estado despierto seguro hubiera sentido miedo ante la evidente masacre que se aproximaba de la cual, por suerte, su equipo saldría victorioso.

La paradoja del miedo IV

cat

Tengo teorías, pero no me interesa mucho saber qué habrá sido de ella. Han pasado ya varias semanas desde que Onoma se separó del grupo y cada día Karmafish se ve más alterado. Tenemos que llegar a la ciudadela de Antenor, en el territorio de K’anto y el clima no nos deja avanzar lo suficiente.

La paradoja del miedo III

Mientras Santiago y Onoma caminaban por las oscuras calles nocturnas de K’anto, a unos cientos de kilometros, en Yaroz para ser exactos, se encontraba Karmafish (una rata de la tecnología que nadaba en los mares informaticos, ese muchacho al final del salón, que observa, callado, al resto) oculto en su cueva. Mantenìa una acalorada conversaciòn por un canal de IRC con un tal Goof [güf].

.<Karmafish> de la ln que has sabido?
.       <_Goof> estuvieron
.       <_Goof> en la ciudad
.       <_Goof> ñla semana pasada
.<Karmafish> hiciern algo?
.       <_Goof> nah
.<Karmafish> ire al sur, a la k-city
.       <_Goof> como piensas llehgar
.<Karmafish> mñana
.<Karmafish> no se
.       <_Goof> me voy
.                 —> _GOOF (!=_Goof@         ) HAS DESERTED #KITTY-ES
.<Karmafish> smn, vete .l.

A pesar de vivir en una casa de interés social de una colonia pequeña, simplemente Karmafish no era muy conocido en su barrio. Su vecina le gritaba que recogiera toda la porquería electrónica a la entrada de su casa. Él se limitaba que programaría una realidad en que no tuviera que hacer esa labor. Era un adolescente que hasta sus propia familia consideraba extraño. Pasaba sus ratos libres estudiando como hackear las bases de información de la federación y durante sus pocos años de vida online había descubierto grandes cosas. Actualmente formaba parte de las ultimas resistencias verdaderamente humanizadas. Exploraba a profundidad el mar de Internet desde niño, sentado en una banquilla del parque, con su ordenador en las piernas. Se notaba en su piel morena la palidez a falta de sol, las perlas de la juventud propias de un postpuberto y en sus ojos de botella se podía observar la afición del chico por la cibernética.

En su cueva aquel día (o noche, qué más daba) yacían los restos de pizzas antiguas, tazas vacías, comida china a medio pudrir, una papelera rellena hasta el tope tres veces, unas persianas que nunca se abrían, computadoras viejas y nuevas adornaban las paredes, algunas todavía encendidas y varios modems pitaban su sonido característico como una muestra nostálgica del chico. Siempre vio la realidad muy distinta, desde chico sus observaciones eran más profundas que los demás niños de su vecindario. No solía salir mucho tiempo de casa, estaba entregado a sus propios pensamientos y se pasaba los días navegando en la red en busca de «algo». Las veces que salía era para visitar un estudio de radio a unas calles de su humilde casa o a un famoso bar de la ciudad a encontrarse con sus pocos, dos e incluso tres, amigos o algún cliente o por drogas, rara vez para dar un simple paseo.

Sus amigos, claro, están online. Del otro lado del monitor. Posiblemente a cientos de miles de kilómetros o apenas a unas casas de distancia. Son aquellos a los que les importa un granito de mostaza lo que los demás puedan pensar por ellos, ya no muchos lo hacen, así que la crítica es buena señal de esperanza. No importa absolutamente nada lo que parecen Karmafish y sus amigos, pues para ellos son palabras dichas a la ausencia. Son un montón de desconocidos en un mundo mainstream, pero lejos de los dominios del mundo real cada nombre volando en la Red es escuchado con facilidad a cualquier distancia. Todos unidos son una sola cosa.

En K’anto Santiago divisó a lo cerca el bosque de los mil árboles muertos*, Onoma seguía caminando como si la voz de Santiago no significara nada. Su cuerpo, notó el joven médico, definitivamente era el de una mujer muy bien hecha, al menos ha de tener cien años. Definitivamente le triplicaba los años a pesar de aparentar juventud, una muchacha andada en sus veintes. Santiago en lo personal tenía al rededor de treinta y cinco años, no llevaba la cuenta. Huérfano de padre y madre, sin más familia que la que se había hecho con los años (la mayoría ahora muerta) no le quedaba nada.

Llegaron al bosque.Se hizo de noche. Entre las nubes se comenzó a asomar la luna, enorme y menguante. Onoma se sentó bajo un árbol y Santiago le dijo que continuaran. El fracto necesitaba reparar sus heridas y evidentemente el otro necesitaba descansar. No se dieron cuenta que de entre los árboles alguien los vigilaba. Mientras Santiago revisaba las cosas que traía en la mochila, Onoma terminaba sus reparaciones hasta ser interrumpido por el sonido de un auto que venía hacía ellos de entre los árboles. En cuestión de un parpadeo Onoma lo detuvo, pero al estar todavía herida no lo detuvo totalmente y el móvil llegó hasta la espalda de Santiago. De él bajaron dos hombres. Uno era alto, delgado y con barba de candado, tenía una antiguo cuerno de chivo en su mano izquierda. Santiago retrocedió, pero a su espalda estaba el otro hombre lo esperaba. Cuando hubo contacto, el joven médico se dio cuenta de que no se trataba de humanos. Sobre todo al sentir una lengua rasposa en su mejilla.

—Este es, Arroinero —dijo el segundo, un hombre de espalda ancha y brazos grandes.

Onoma lanzó un suspiro cerrando los ojos y con ambos dedos medio se acomodó el cabello detrás de las orejas. Al abrir los ojos giró a la izquierda en dirección a Arroinero, que estaba armado. Arroinero levantó el arma y disparó. La energía enviada pasó sobre la espalda del fracto, que en ese momento se encontraba casi agachado dandole la espalda al extraño hombre. Arroinero volvió a disparar e intento volver a hacerlo, y lo hubiera podido hacer de no haber sido porque una de las piernas de Onoma le estaba arrebatando de la mano su arma. El hombre de barba rápido sacó de una funda en su pierna derecha un segundo cuerno y disparó varias veces seguidas siguiendo el movimiento de Onoma, pero ella iba un paso adelante. El brazo a su espalda se estiró hasta alcanzar el rostro del hombre y los dedos esqueléticos lo presionaron. El brazo levantó a Arroinero y lo lanzó contra el auto. El acompañante, que tenía aprisionado a Santiago simplemente se rió.

*En realidad se trata de un simple parque, no muy grande. Está a la salida noreste de la ciudad y es considerado territorio neutral entre fracciones.