Bicicleta

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Esta es una avenida o bulevar o boulevard en mi natal Torreón. Pasé y tomé el camión en debajo de este puente durante algunos años y ahora solo es una coyuntura de caminos y no el punto de partida que fue en su momento.

La paradoja del miedo II

Mi nombre es Santiago Vera, matricula de ciudadano VEXOL170843BIO. Doctor en medicina neoempirobiológica, trabajo en un hospital clandestino detrás de un bar. No puedo y no quiero ejercer para la aristocracia en la capital del estado mayor y me gano la vida como tabernero en K’anto. Yo soy un doctor y él ―o ella― busca un doctor. Le prometieron la rebiogenesis a cambio de llevarme, llevar a un doctor hasta la Ciudad, una de las viejas metrópolis al sur del país. Un fracto no es el ser más honesto, pero la piel transparente en el rostro de Onoma me enseñaba que no mentía. Su voz metálica contaba cómo fue enviado y se disculpó apaciblemente por la muerte de la mujer, después de todo “los humanos suelen molestarse por ese tipo de cosas” dijo.

Voy con él ya que no tiene mucho caso quedarme en esta ciudad, ya desde hace varias décadas las familias humanas se fueron y quedaron en su mayoría fractos, fracciones y carroñeros. Es zona de guerra. Bien decía el viejo que no se puede saber cuándo comenzaron las cosas a ponerse mal. No importa. Saltando los cuerpos salí de la taberna, Onoma no se preocupó por pisarlos. Estando en la calle el intenso calor me golpeó la vista, a lo lejos se escuchaban los disparos y uno que otro grito. En un principio supuse que en compañía de un fracto estaría seguro, pero el simple hecho de estar acompañado por uno era ya una situación de alto riesgo. Me seguía, no yo a él, así que decidí ir por algunas provisiones y herramientas a la caja que llamaba hogar. Pocas noches las pasaba en ese lugar, pero había una cama y en ocasiones alimento dentro del refrigerador. Estaba a unas cuadras del hospital, no caminaríamos mucho. A solo una cuadra, el ruido cesó y caminamos nosotros también el silencio hasta la puerta del viejo edificio. Entramos, subimos unos pisos. Al fondo del pasillo de pisos rojos estaba la puerta azul de mi madriguera.

Nunca me ha gustado tener visitas. Creo que nadie había entrado en mi habitación hasta esa vez. Con el rostro apagado de toda emoción, ella/él/loquésea observaba con bastante atención mi suelo atestado de basura. Mis labios resecos pedían a gritos algo de agua, les hice caso sirviéndome el dichoso líquido. No lo ofrecí a mi visita porque no creí que la necesitara. Después de beber fui por una vieja mochila que tenía bajo mi humilde cama y empaqué las botellas de agua que me restaban, algunas vendas y medicinas básicas de botiquín. Además cargué unos artefactos médicos por si se ofrecían. Honestamente quería hacer tiempo y que cayera la noche para ir con los vientos nocturnos y no con el fuego diurno.

Se rompe el silencio. Unos golpes se escuchan en la puerta seguidos de unos disparos en la calle. Por la mirilla distingo a Aurelio, ese hombre de barba, shorts y camisa siempre abierta. Le abro la puerta y con sus ojos abiertos entra apurado. ―Tenemos que irnos, las fracciones enloquecieron. ¡Nos van a joder a todos! ―yo creo que él fue el que enloqueció. Se escuchan las patrullas y por la ventana se ven sus luces azules y rojas. Disparos. Todos al suelo. Una bala atraviesa la ventana y estalla el único foco en la casa. Yo tirado en el suelo, veo cómo Onoma se asoma por las cortinas. Como si nunca hubiera visto semejante escena. Se escucha el grito de la señora Ohm en el pasillo. Alguien entró. Un tembloroso Aurelio tartamudea el fin de nuestra vida. Con sus manos cubriéndose la cabeza y acostado en posición fetal reza un salmo incomprensible. Más disparos en la habitación contigua a mi puerta azul. Siento el sudor en mi nuca. Veo el sudor de mi vecino pasar por su rostro, bordeando sus ojos fuertemente cerrados. Onoma se acerca a la puerta. Al pegar su oreja a la vieja madera puedo apostar a que sonríe.

En cuestión de un parpadeo se empuja con sus brazos, nos levanta a Aurelio y a mí sin ningún esfuerzo, cada uno con cada mano. Uno, dos, tres, cuatro disparos destrozan la puerta y cuatro disparos recibe el hombre de barbas. El fracto lo ha convertido en un escudo humano. No sé de dónde, no sé cómo, un tercer brazo dispara contra el asaltante que ha irrumpido en el cuarto. Yo cierro los ojos y eso no me exenta de sentir el movimiento brusco de la batalla, ni de escuchar como las armas gritan y escupen sus municiones. Onoma corre conmigo a su espalda y recuerdo una de las historias del viejo, la del ropavejero siendo exactos. Siento que mi playera se rasgará en cualquier momento, pero deseo fervientemente que el fracto sepa lo que hace. Por fin la carrera parece calmarse. Estamos al borde de las escaleras al principio del pasillo. Abro los ojos aún asustado, aún sobre la espalda del ser, hay cuerpos humanos y de fractos en el suelo, mis ojos estaban viendo directamente a un fracto que ya no tenía mucho de humano. De piernas largas y delgadas, más similar a un insecto. Carga. Dispara. De un salto Onoma se deja caer, conmigo, en las escaleras, saltando de piso en piso hasta llegar al lobby, abandonando así el cuerpo sin vida de Aurelio. Está todo destrozado. Hay cadáveres, no me había tocado ver tantos. Sigue corriendo. Huimos. En la calle los agentes policiales le disparan a un transporte de fracciones. No nos detenemos.

Debemos salir de aquí. Después de unas cuadras K’anto se ha vuelto silencioso. Onoma me baja de su espalda, fue cuando pude notar la herida que tenía en su brazo derecho, con el que levantó el escudo humano de nombre Aurelio. No hay nadie por la calle.“¿Por qué debemos de ir a la Ciudad?, es peligrosa según me han dicho” le pregunto esperando sea un buen conversador. Trataba de aligerar la tensión, él no parecía inquieto, yo sí. “No sé”, responde. Es todo el ruido que obtengo de él. Hoy inicia la primavera y el calor no marca señas de eso. El Sol arde. Caminamos al bosque de los árboles muertos para refugiarnos de los intensos rayos bajo la sombra de las ramas secas. O al menos yo soy quien se tiene que refugiar, Onoma no lo necesita. Yo por mientras recordaba que la noche anterior había sido la Luna más grande del año y las nubes la ocultaron, no me habían dejado verla. Ver la luna era de las pocas cosas humanas que todavía nos quedaban acá al norte. El fracto veía el Sol anaranjado en el cielo blanquecino. Muy callado, se escuchaba su respiración a través de los tubos de su garganta artificial. Aunque no sentía dolor, era evidente que su herida le afectaba. Ofrecí curarle, pero se negó sin palabra alguna, simplemente seguía caminando. Y cuando me di cuenta, la noche había llegado.

Crónicas de autobuses, camiones y demás VII

Después de tres meses de creer haberla olvidado, estaba con Ella a mi lado. Maldita coincidencia (que por cierto no existen). Yo había tomado el Matamoros y ella se subió unas cuadras después, en la calle que lleva a La Alameda. No harán más de 10 días que estuve ahí con Gabriela*, paseando entre la pequeña multitud de gente que todavía visita tal plaza. Sentado en mi lugar observaba por la ventana recordando aquella tarde y fue cuando sentí alguien colocándose a mi lado, era Ella, la verdadera. No un producto de mi imaginación. Después de un largo silencio me saludó, y por cortesía hice lo mismo. Ambos sabíamos nuestra condición de expareja y el final turbio que tuvimos no ayudaba mucho en estos encuentros casuales. Sí, la saludaba en el trabajo cuando la veía, siempre por respeto a lo que alguna vez tuvimos. Y ahora, viajando en el mismo transporte, parecía que al fin lo hablaríamos.

Se llegó el final de su trayecto y no había dicho nada. Durante el camino pronunció algunas palabras y frases irrelevantes, yo contesté con respuestas y comentarios irrelevantes. No tocamos el tema. Supuse que bajaría, más no lo hizo. Una sonrisa tímida de mi parte fue la respuesta a esa pregunta que me acababa de hacer al no bajar. Llegamos hasta donde yo habría de llegar y baje del autobús, Ella conmigo. Pronto estuvimos bajo un árbol y fue cuando, estando con Ella, recordé a Gabriela y las situaciones que me había orillado a separarme de ella.

*Creo que después de seis capítulos es necesario aclarar que Gabriela no es la misma que Ella (con «E» mayúscula). Creo que algunos se habrán podido percatar de eso en los otros textos, pero para evitar confusiones futuras quisé aclararlo aquí de una vez por todas.